Elegía en la muerte de un perro
(Miguel de Unamuno)
La quietud sujetó con recia mano al pobre perro inquieto, y para siempre fiel se acostó en su madre piadosa tierra.
Sus ojos mansos no clavará en los míos con la tristeza de faltarle el habla; no lamerá mi mano ni en mi regazo su cabeza fina reposará.
Yo fui tu religión, yo fui tu gloria; a Dios en mí soñaste; mis ojos fueron para ti ventana del otro mundo. ¿Si supieras, mi perro, qué triste está tu dios, porque te has muerto?
¡También tu dios se morirá algún día! Moriste con tus ojos en mis ojos clavados, tal vez buscando en éstos el misterio que te envolvía. Y tus pupilas tristes a espiar avezadas mis deseos, preguntar parecían: ¿Adónde vamos, mi amo?¿Adónde vamos?
Descansa en paz, mi pobre compañero, descansa en paz; más triste la suerte de tu dios que no la tuya. Los dioses lloran, los dioses lloran cuando muere el perro que les lamió las manos, que les miró a los ojos, y al mirarles así les preguntaba: ¿adónde vamos?